Ayer la solidaridad se hizo trepidante y contagiosa, porque fue rock. Rock del mejor a escala planetaria. Ese que, como se anunció pertinentemente, nos trajo una de las cimeras bandas de Europa Occidental.
Cubanos y británicos se unieron —obra y gracia del más inefable de los lenguajes, la música—, en un teatro desbordado de un público que aclamó a la Manic Street Preachers, la cual se ha granjeado en su país el favor de los más exigentes críticos, que la juzgan la suprema en los últimos cinco años.
El aserto resultó corroborado en tierra nuestra, donde los fans del ritmo, tan conocedores como sus pariguales ingleses, escoceses, galeses, dieron rienda suelta a la admiración, primero con el silencio extasiado de quienes no quieren perder el mínimo sonido.
Luego, con la exultación de quien ha sido arrastrado por la perfección interpretativa y, en extendido ritual, se entrega al peculiar movimiento giratorio y rotatorio de cabeza, remedando el desenfado, la espontaneidad de artistas que han hecho suyo, en la práctica, el proverbio de que el hábito no hace al monje.
Y lo decimos porque la Manic Street Preachers no necesitó oropeles, ni una escenografía con afanes de espectacular —un tanto snobista—, para desenvolverse en escena.
Eso sí: como telón de fondo, estaba desplegada una gigantesca bandera cubana. Todo un símbolo a los ojos del cronista, que recordó la idea martiana de abrirse al arte universal, entre otros motivos porque la nación está hecha de raíces múltiples, varias, y su producción espiritual rezuma sincretismo, transculturación —vaya "ajiaco" sabroso.
(Así pensábamos, por ejemplo, mientras un cubano integraba su trompeta a melodías de turno, en unos agudos que hicieron vibrar el gusto estético).
Se nos ocurre que muchos de los allí presentes batieron palmas no sólo por esa sonoridad sui géneris que trae reminiscencias de los años 60, los 80, de los Beatles, y que nos llevó de la mano por el pop-rock, el llamado rock alternativo... y en maravilloso paseo por los clásicos; recreados con personalidad, por supuesto.
A no dudarlo, también las batieron por la carga de solidaridad que nos aportaron aquellos que "han hecho suya la lucha de los mineros de su natal Blackwood y otras contiendas sociales", como escribió una colega. Esos que oportunamente testimoniaron la puja entre la felicidad y el espejismo de riquezas que rodeó el secuestro de un pequeño cardenense. Baby Elian, cantaban entonces.
Arte e ideales de redención social —¿acaso podrán separarse los conceptos?— se estrecharon las manos en el teatro Karl Marx, donde hizo acto de presencia el artífice de la cruzada honda, y estratégica, para lograr un pueblo cada vez más culto; por tanto, más libre.
Y esa presencia - largamente ovacionada - se nos antoja otro símbolo.
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